Cuando tenía siete años, saliendo de mi casa a comprar dulces al negocio del barrio, se me tiró encima un perro chico y me clavó los colmillos en el tobillo. No fue gran cosa; no tuve que ir al hospital ni tampoco hubo necesidad de curaciones muy aparatosas. Quedó incluso bautizado como el “perro asesino de la casa h” con ironía, porque su porte era diminuto; no así sus colmillos, que con precisión me tatuaron dos hoyuelos, cada uno con trazos perfectos.

Esa experiencia me significó varias reacciones autómatas en mi vida, jamás asociadas al evento, según yo, pero que de una u otra forma revivían el instante exacto del ataque. Llegué al punto de dejar de andar en bicicleta y de cruzar la calle toda vez que veía un perro en algún punto de mi dirección.

En varias ocasiones, ya de grande, la frase a mi hijo: “No toques al perro, que te puede morder” se hizo recurrente y, de una experiencia no traumática (supuestamente), se instauró en mí la creencia firme e indiscutible de que un perro era un animal peligroso.

Trascurrieron 25 años más o menos hasta hacerme consciente de que aquel suceso había dejado huellas, no solo en mis recuerdos, sino también en mis acciones huidizas y en los miedos que estaba traspasando hacia otro que dependía de mí. Eso era lo más doloroso, las secuelas que a mí me había dejado el perro eran transmitidas a la persona que yo más quería en el mundo. Inconscientemente, le estaba pasando en vida un temor que jamás debió haber sido suyo. Con ese pensamiento, entendí que era momento de tomar acción para reparar aquello que se me había roto un mal día.

Como ya sabía el origen de la herida, me asesoré con algunos especialistas en el manejo de sucesos parecidos y tomé la decisión de comprarme un perro de raza grande, un pastor alemán, específicamente, al que fui a buscar a un criadero en Paine que estaba lleno de perros de todos los tamaños.

Tuve que enfrentarme a muchos demonios juntos ese día: ladridos retumbantes al unísono, bocas abiertas, babosas y jadeantes que amenazaban con dientes en forma de clavos. Parecían odiarme. Tenía la sensación de que, si las puertas de sus caniles se abrían de súbito, sería despedazada a mordiscos. Todo eso pensaba mientras me enfrentaba a demonios que, por supuesto, solo eran míos, ya que nada de eso que pasaba era personal, pues los pobres animales tal vez ni por instinto me hubieran atacado, pero era tal mi convicción de su peligrosidad que estaba absolutamente segura de que sí tenían ganas de hacerlo.

Con algo de respiración consciente y poniendo en orden mis ideas, en una batalla campal en mi mente entre la razón y la histeria, fui poniendo paños fríos a un asunto que, aunque añejo, seguía caliente y molestando.

Me acerqué a los perros; los toqué, los acaricié, entré a un par de caniles a darles comida de la mano del criador, quien me iba guiando en la experiencia (había que tomar resguardos: la curación nunca se hace a lo loco o por instinto) y, al paso de mi osadía, iba sintiendo cómo mi miedo, aunque presente, ya no me tomaba de la mano, sino que caminaba a mis espaldas.

Así transcurrieron cerca de 40 minutos, hasta que hice contacto visual con la que después sería una de mis mejores amigas (mi perra Doris) y la responsable de ponerle un punto final a un miedo que, aunque sustentado, no tenía por qué indisponerme con la naturaleza, hacerme sentir miedo constante ni mucho menos que, por ello, le hiciera heredar ese aprendizaje a mi hijo. A él le tocaría descubrir sus propios demonios, y solo a mí me correspondía alojar o derrotar los míos.

Quise contarte la historia del miedo a los perros para graficarte que, con el miedo al amor, habría que hacer algo parecido. Primero, encontrar el origen, identificar desde dónde comenzó la emoción que luego se transformó en un sentimiento continuo, en forma de un miedo latente a querer o a ser querido.

Esa génesis puede estar en dos partes. En los vínculos primarios, es decir, en la relación con uno de tus padres o con ambos (incluso si no tuviste ninguno), también podría haber motivo suficiente para un temor profundo. Desde cómo te relacionaste con ellos, y qué tan cubiertas estuvieron tus necesidades básicas y aquellas de resorte emocional: contención, amor y cuidado. Tal vez un acontecimiento único podría haber sido el activador de un miedo profundo al amor.

Muchas veces los padres no nos hacen nada en modo consciente, pero la forma como percibimos el amor o rechazo de ellos hacia nosotros podría ser determinante en nuestra forma de ver el mundo. Una experiencia tangible, no una percepción o una idea de que algo pasó.

Una mala relación en tu adolescencia, la experiencia de tu mejor amiga —que padeciste años junto a ella—, un abuso sexual, la relación con un narcisista, el abandono de una pareja, un amor intenso no correspondido que caló hondo. En general, debes encontrar aquello que te quitó las ganas de querer y de ser querida.

Evaluación del trauma: una vez identificado el origen, ya sea desde lo vincular o desde una experiencia concreta, es necesario analizar qué tan profunda es la herida. Hay algunas que, como la de mi historia, pueden ser resueltas enfrentando la situación dolorosa, y otras que requieren compañía en el camino para ir sanando por partes.

Si tu herida no tiene tantas complejidades y crees sentirte capaz de enfrentar tu miedo al amor, debo decirte que nada en la vida se resuelve huyendo. La única manera de sanar malas experiencias es reemplazarlas por otras nuevas. Si bien existen ejercicios para resignificar cosas que te han pasado de manera de que ya no duelan tanto, no siempre te devuelven la confianza en su completitud.

La forma más eficiente de sanar sería tener una nueva relación con componentes muy diferentes a los que encontraste en aquella que te generó el conflicto. Por lo tanto, solo toca aventurarse, siempre con los resguardos respectivos para no salir tan damnificada. No es lo mismo saltar de un puente sin protección que hacerlo agarrado de una cuerda; hay que tomar ciertos resguardos cuando se camina con las piernas temblorosas.

Enfrentarse a aquellas situaciones que nos causan conflictos, podría ser la mejor alternativa para trascender las experiencias; por lo tanto, seguir escondida, huyendo o rechazando la posibilidad de tener una relación será la prolongación de una soledad elegida por miedo a querer o a ser querida.

La terapia psicológica es necesaria en heridas profundas, pero hay personas que no tienen acceso por falta de recursos o, simplemente, porque no confían en su efectividad. Y no por eso estás condenada a vivir supurando; puedes buscar tu propia forma de sanar. Dios, la espiritualidad, autoaprendizaje, conferencias, lectura continua de temas relacionados, cursos, un terapeuta en quien confíes y que te genere credibilidad, entre muchas otras cosas. Todo aquello que te haga sentido sirve, siempre que te motive y te impulse a un cambio de creencias, a un despertar de consciencia que te ayude a transmutar esas experiencias para verlas desde un marco de aprendizaje.

Toda acción que emprendas para ti, que sea diferente a resignarte al miedo, a la soledad y a la apatía, te va a ayudar a estar dispuesta a descongelarte y a poder vivir así la experiencia de un amor bonito.

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