

Por ser una madre trabajadora, culpable.
Por quiere irme a la playa con mis amigas un fin de semana, culpable.
Por tener una pareja siendo madre, culpable.
Por no estar siempre disponible para jugar con mi hijo, culpable.
Por estar de mal humor y querer quedarme acostada todo el día sin hacer aseo, culpable.
Porque mi pareja me haya dejado, culpable.
Por tener una sucesión de relaciones toxicas o fallidas, culpable.
Por haberle robado la vida a mi padre que por mí hipotecó la suya, culpable.
Por esa amiga que de un día para otro dejó de hablarme, culpable.
Por haber alejado de mis hijos a su padre porque era maltratada, culpable.
Por no haberle perdonado su engaño, culpable.
Por no darle una oportunidad, culpable.
Por haberme alcoholizado, drogado o hecho daño en cualquiera de sus formas, culpable.
Por acostarme con alguien sin tener una relación de compromiso, culpable.
Podría pasarme el día completo citando los cientos de culpas que coleccionamos.
Y convengamos que hay cosas buenas y malas que efectivamente hacemos, decisiones que no siempre nos llevan a los resultados esperados.
Pero del reconocimiento de la propia responsabilidad de nuestros actos, al autoflagelo, hay un trecho bastante largo.
Lo primero nos permite reparar los fallos, y lo segundo, nos victimiza, quitándonos el poder total de mejorar esas circunstancias y trabajar en un presente mucho más crecido, maduro y responsable, en donde ahora, en vez de culposa, eres compasiva, lo que te permite desde el amor, aprender de los errores pasados y salir fortalecida de ellos.
Un mensaje a considerar para sacar unas cuantas piedras de nuestra mochila emocional.
Personalmente, hago un arduo trabajo para quitarle el poder a cada una de mis culpas, no pretendo ser yo mi propia jueza y condenarme a la infelicidad, cuando puedo ser yo misma quien construya un final totalmente diferente.
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