

Qué injusto es tener que quedarse, no por amor, sino por sacrificio, y lo peor de todo es hacerlo consciente de nuestra infelicidad, sabiendo que aguantar será el único propósito que nos mantenga vinculadas a un hombre al que poco queremos, o tal vez mucho, pero al que ya no soportamos.
Lo cierto es que arrastramos condicionamientos de 1940, en que perpetuar relaciones a pesar del desamor, maltrato o infidelidad era considerado un acto heroico. Resguardar la unidad familiar por sobre los propios sentimientos era mucho más importante que buscar la felicidad. Y así, años encadenadas sin sentirnos satisfechas sexualmente, soportando de todo por un techo, comida, por mantener al padre cerca de los hijos, sin considerar incluso si ese padre era un aporte real a sus vidas y sin ser conscientes de si valía la pena o no el aguante, la porfía de seguir acompañadas, pero con una mala compañía. Todo esto le ganaba a la razón, que debía ser pensar primero en sí misma.
Y así los golpes, las palabrotas, los garabatos, las infidelidades, la indiferencia, el castigo del silencio, la intromisión a la libertad personal y el propio desamor de la pareja se fueron normalizando, como si cada una de esas circunstancias tuviera una razón de ser. “Lo hago por mi familia”, se escucha en forma de susurro, sin explorar siquiera la posibilidad de que todos serían mucho más felices sin tanto sacrificio, sin tanto aguante innecesario, solo por creer que perpetuar malas relaciones durante años es sinónimo de fortaleza, cuando no hay nada más alejado que eso.
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