

Cuando está en línea y no me habla, yo imagino que lo hace con otra.
Cuando no me entrega palabras de afirmación con la consistencia que me gustaría, pienso que sus intenciones no son buenas, que me está usando, o que pronto va a abandonarme.
Cuando me dice muchas cosas de sopetón, profesando proyección o un amor desmedido, dudo de inmediato, sintiendo que me engaña. Pero ay de él si osa no hablarme en todo el día, o si se despide y descubro que su última conexión fue mucho después de ese momento. Los fantasmas de todas aquellas con las que se comunicó después de mí me atacan sin clemencia.
Estoy presa de mis angustias e inseguridades, todo porque quiero ser querida, de modo que espero que otros llenen mis vacíos. Deseo obsesivamente la atención de quien me muestra un poquito de afecto; me angustia tanto tenerlo para luego perderlo que, controladora y posesiva, me disfrazo con los ropajes de una mujer que ama sin fronteras.
Sin embargo, solo tengo miedo. Y, enajenada de mis demonios, con mis cadenas de dependencia, más lo alejo. Y luego llega otro, y la historia se repite como una maldición y no termino de entender qué hago mal para jamás ser elegida…
Todo comenzó un día en que, por nuestra cultura, sociedad, educación y religión (más la información recibida de nuestros padres respecto del éxito y de las relaciones), decidimos creer que la felicidad era la construcción de una familia, sin importar el costo.
Es decir, el éxtasis de la vida misma, a través de los ojos de ser pareja de alguien, aun cuando no fuéramos felices en esa relación, incluso siendo maltratadas, traicionadas o ignoradas, quedarnos para toda la vida era sinónimo de ser una mujer completa.
Además de todos estos condicionamientos, el hombre, visto como un objeto de culto y nosotras, animalitos de rebaño, que esperan ser elegidas toda una vida para sentir, a través de ellos, el refuerzo de una autoestima rota y, casi de modo inconsciente, gastando la vida tras una vitrina de feria.
Estos vientos de creencias limitantes nos hacían esperar de niñas a que el chico del barrio se nos declarara, a que nos sacara a bailar en las fiestas (podíamos quedar incluso paradas en un rincón, toda una noche si eso no ocurría) a creer que los príncipes de los cuentos eran reales, hombres perfectos, proveedores y deseosos de una mujer débil y necesitada de ser rescatada y encerrada en un castillo. Eso se nos convirtió en un sueño, en una parte de nuestro ADN, sobreviviendo incluso en pleno siglo xxi.
Y luego, de adolescentes, esperando ser las novias de alguien, para luego recibir el anillo y la tan ansiada propuesta de matrimonio que, mientras más demorada venía, más valor nos restaba.
Había que tener suerte para desposarse; por eso daba lo mismo si se sufrían pesares. Con los ojos del mundo que admiraban el éxito de ser esposa y madre, nuestras necesidades dejaron de importar para siempre. Y así aparecieron conceptos modernos para justificar tanta degradación: que si las heridas, si la baja autoestima, si los vínculos, y cuanta cosa que efectivamente es parte, pero no conforma un todo en sí misma.
Somos un constructo de factores múltiples, y ser consciente de cada uno es la luz del camino de la tan ansiada libertad emocional de ser y no parecer, por mal aprender que, allá afuera, estaba la felicidad verdadera. Podemos tener muchas heridas emocionales, ¿y quién no las tiene? Es cierto que los padres son grandes influyentes en nuestra historia de vida, pero es solo una parte de esta.
Una vez adultos, tomamos nuestras propias decisiones y, a excepción de las relaciones con narcisistas (que tienen un componente de análisis especial), el resto corresponde a una elección voluntaria respecto de las personas que dejamos entrar, de los permisos que les damos y qué tan sesgada vivimos una historia solo por creer que un humano tiene la responsabilidad de llenar nuestros tanques vacíos. Y así lo exigimos y nos torturamos por lo que no recibimos; como niñas berrinchudas, pataleamos para que se nos provea de amor, atención, cuidado, presencia y permanencia continua. Como si todo aquello se tuviera que demandar, como si por obligar o reclamar, de manera voluntaria y consciente, él se levantara un día con las ganas de llenarnos los tanques y, más aún, con la medida exacta de los ingredientes que nos faltan para sentirnos completas, valiosas y amadas.
Llevamos un mes y queremos compromiso, ponerle nombre a la relación, conocer a los padres para que, de ese modo, tener sexo no sea pecado. ¿Y quién construye en un mes un vínculo, cuando una relación se configura sobre la base de experiencias, conocimientos de la dimensión emocional del otro, de un conjunto de historias que se viven, también, fuera de la cama? Y, aún sin vivir todo eso, queremos ser elegidas, como si el solo pensarlo fuera la varita mágica que hará realidad cada uno de nuestros anhelos.
Y así presionamos, o incluso rápido nos comprometemos, todo porque proyectamos que en una relación estaremos completas, que sellaremos cada espacio vacío de nuestra alma. Y nos equivocamos. Y sufrimos por aquello que no recibimos. No disfrutamos de lo que tenemos, porque nunca será suficiente una persona para llenar cada uno de los agujeros que arrastramos en nuestra historia. Y, por todo aquello aquí descrito, vemos al otro como un salvador, un liberador, un ser que, aún sin conocer, perseguimos y aguantamos solo porque no sabemos que crecer también implica soltar.
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