

De tanto querer ser princesa, un día apareció un príncipe. Claro que la corona y la espada solo las tuvo al principio; después de un tiempo no muy largo, le descubrí cachos, cola y unos ojos de fuego que llegaban a cegar los míos al compás de su pestañeo.
Era un hombre impresionante. De esos que crees que no son para ti, que son tan grandiosos que no te los mereces. De pronto, y habiendo sido una mujer segura, me preguntaba: “¿Y qué me vio?, ¿qué encontró en mí para quedarse, pudiendo estar con otras mejores?”. No entendía nada. Él, con su grandiosidad, hacía pequeña la mía, pero no me daba cuenta.
Mi narcisista, además de atractivo, siempre vestía bien. Sus marcas preferidas eran Armani y Boss, y gustaba de hacer las compras en distritos de lujo. Disfrutaba tener a los vendedores obnubilados ante su presencia, vistiéndolo cada uno con algo diferente.
Quería que fuera con él. Ahora sé que, junto a los chicos de venta, también necesitaba mi admiración a su omnipotencia.
Aun cuando mentía en un mundo que no era suyo, él creía que sí lo era.
No tenía casa, auto, y su trabajo pendía siempre de un hilo pero, según él, el resto tenía la culpa. Las ex malvadas, los jefes locos y el resto del mundo, una plaga de envidiosos.
Y así, con todo en contra, mantenía estoica su máscara de éxito. Pudo engañarme con ingeniería, y de esas complejas. Era un anfitrión de aquellos que se lucen por su amabilidad; cocinaba cosas ricas y coleccionaba vinos gran reserva. Contaba entretenidas anécdotas en donde siempre monopolizaba todas las reuniones; me recuerdo en una esquina, escuchando de lejos, cómo lucía con humildad sus “medallas”. Él solo me involucraba para que le reafirmara sus proezas frente a los demás; luego de eso, hasta la espalda me daba y yo… callaba.
Mi narcisista al comienzo me hizo sentir la mujer más deseada del planeta Tierra. Parecía que adivinaba mis pensamientos. La segunda noche que dormí en su casa, cada champú, crema e incluso modelo de cepillo de dientes que veía eran los de mis marcas. Era una muestra de interés que me impactó como si fuera un milagro de amor en una vida carente de atenciones de otros.
Hoy conozco lo hábil que fue en estudiarme para luego destruirme con alevosía. Lo sabía todo de mí; yo creía que de él también todo lo sabía, pero no era cierto. Me vendió un personaje de ficción que, como tal, no pudo sostener mucho tiempo. Lo malo es que, para mí, se había hecho algo tarde. Aquella mujer atractiva, profesional, exitosa, rodeada de amigos y familia se dio cuenta de la mentira, y quedó hecha un verdadero despojo humano. Él extirpó para sí lo mejor de mí y llegó a robarme el alma, porque eso hacen estos vampiros. Yo pensé que solo los había en las películas; hoy creo que en la Tierra los hay incluso más perversos.
Tan peores que nunca imaginé que alguien como yo pudiera enamorarse tan irracionalmente de uno. Y, de príncipe a demonio, en un par de meses y de manera progresiva, pasé años sometida a un modelo de manipulación mental de excelencia, doblegando por completo la voluntad de mis acciones, mientras, sumida en la mayor de las desolaciones, incluso habiendo desenmascarado al narcisista, no tenía fuerzas para huir. Y, mientras yo me moría de a poco, él disfrutaba mi agonía.
Su estrategia era volverme loca. Desaparecía cosas de lugares en donde yo las había dejado, con el fin de hacerme ver que estaba alucinando. De pronto comenzó a cambiar hechos ocurridos con anterioridad, de los que llegué a cuestionarme si realmente habían pasado como los tenía en mi mente, o él, efectivamente, tenía razón, y yo comenzaba a perder la cordura. A esas alturas estaba sola, desempleada, en bancarrota, fea, enferma y con la idea certera de que la locura pronto sería un estado de mi mente.
Todo lo anterior alimentaba profundamente a mi narcisista; le daba placer verme en ese nivel de destrucción. Entonces solo intuí que tenía dos caminos… salir corriendo antes de que me dejara (esa es la fase final) y morir con ello por el abandono, o agarrar la maleta y dejarlo yo con lo poco o casi nada de confianza que quedaba en mí, para poder superar tal desastre. Algo me decía que yo no era la loca; en unos débiles rayos de cordura, mi cuerpo y mi alma me daban las últimas alertas de supervivencia.
Y fue entonces cuando decidí huir.
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