Cuando ella conoce a alguien, o se aleja o lo ahoga, no tiene término medio.
Si alguien es muy cercano, se vuelve defensiva. Como se siente de cariño corto, se pone la armadura, para luego distanciarse, indiferente y sin culpa, de las garras de un sentimiento profundo.
Y no es que el chico tenga algo malo; se inventa las banderas rojas, le busca las 5 patas al gato, gatilla un conflicto innecesario, genera estrategias para que no la quiera, para que la deje, para que se dé cuenta de que ella no es una mujer buena, pero pese a todo, no es consciente de su ardid, por eso cree que simplemente tiene mala suerte.
Sin embargo, cuando un chico la ignora, un mar de angustia y ansiedad le ataca la mente, le viene un amor inmenso, que más que un sentimiento, parece una obsesión. De pronto siente más ganas, más deseo, como si entre tanta indiferencia suya, encontrara las motivaciones para querer tenerlo cerca.
Herida del placer le llaman a las ganas de tener aquello que no está al alcance, y esa sensación de perseguir al escurridizo, es como una llama que prende la vida y cada día que se inicia esperando los buenos días, la cita, declaraciones de compromiso y un amor que a tironazos, pueda alzarse como una copa mundial, sobre el podio del número uno.
Lo que pasa dentro de ella es que le tiene miedo al amor, no quiere sufrir, algo se le quebró por dentro, así que cuando sabe que puede querer y ser querida, sale corriendo.
Que cuando se siente ignorada, se le enciende el miedo como antorcha de coliseo y es entonces cuando perturbada, se pone invasiva, controladora, ansiosa y persecutora como gata de monte.
Dentro de sí, hay varias “mini ella”, una que no quiere querer por miedo a que la quieran y luego perder ese cariño, otra que quiere querer, aun si el otro no quiere quererla, otra que lucha con ambas, para encontrar de una vez el equilibrio, que le permita despojarse de su vestido de espinas y de su malla de pesca, para disfrutar de una vez por todas, un amor sin máscaras.

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