

Qué difícil es saber que hemos estado tan inmersos en nosotros mismos, que tuvo que visitarnos una pandemia para recordarnos la importancia de las relaciones con los demás.
Somo seres en confinamiento obligado, pero creo que la distancia con el resto ya venía de mucho antes, yo diría, desde que estamos en un sistema que nos reemplazó el concepto de vivir por el de sobrevivir.
Todos absortos buscando dinero como si fuera aire y en los espacios vacíos, escondidos tras los dispositivos electrónicos y ojalá, con altos voltajes en los oídos para no escuchar ni la respiración del otro.
Cuantos padres arrancaron de sus hijos al llegar del trabajo, o quisieron como deseo culposo encontrarlos dormidos al regresar a casa, 12 horas fuera de ella y 1 de traslado, te dejan poco tiempo despierto y ya luego todo vuelve al cauce, creo que querer estar solo y callado justifica la culpa de no conectar con los demás, aun cuando sean aquellos que más quieres.
Tuvo que venir una pandemia para que nos hiciera valorar el trabajo y la renta.
Cuantas veces nos habremos sorprendido odiando al jefe o quejándonos de las malas condiciones en las que estábamos inmersos, y tal vez alguno haya estado en lo cierto, pero cuando te enfrentas al dicho “todo se puede poner peor” lo que te sabía a desdicha, hoy sería la gloria.
Estar sin empleo, sin ingresos y la incertidumbre de no saber cuándo tendrás uno, te hace recordar con nostalgia los tiempos pasados, en donde llegaba fin de mes y aunque poco, algo había de donde agarrarse.
Quisiste pasar más tiempo con tu pareja, curioso es que a ratos ahora te hastía, o tal vez, la idea de tener una te era ajena, en cambio, hoy confinada, te habría caído bien un poco de compañía.
Quién sabe lo que quiere si no hasta cuando cambian las circunstancias.
Lo cierto es que ni los padres conocíamos a los hijos, y viceversa, desconocidos en una casa y ajenos a nosotros mismos en una situación de crisis.
La vulnerabilidad que trae lo finito, te hace valorar más y con la muerte por delante, reflexionar que desde hace mucho tiempo habíamos dejado de vivir sin saberlo.
Nos perdimos el presente por un pasado en forma de recuerdos, o nos fuimos al futuro como inmortales para habitar la casa pagada al año 30 del crédito, y nos olvidamos del hogar actual, porque tanto queremos cosas que no tenemos, que nos hacemos ciegos a todo aquello que nos pasa por delante.
¡Los viejos recién nos dolieron cuando sabíamos que era posible perderlos… pero si siempre ha sido así!, solo estábamos tan concentrados en no ver, que ni siquiera agarrábamos el teléfono para llamarlos, curioso es que ahora sufrimos por no poder verlos, pero siempre cerca los tuvimos para haber hecho grandes fiestas con ellos.
Era cierto el cliché de que la belleza estaba en las cosas simples.
Extraño conversar tomando café, mirar a los ojos a otro largo rato, abrazar fuerte en un día de cumpleaños, plantar un beso mojado de 50 segundos o simplemente la libertad
de salir a la calle sin pensar tanto en el punto de destino.
Extraño mi hoy, tan sujeto siempre a cosas que no existen, y ahora por fin lo puedo disfrutar, pero no se bien cómo hacerlo.
Una enfermedad tal vez solo sea un síntoma.
Desde hace mucho veníamos muriendo, quien sabe si tengamos un respiro hoy en la agonía que da la incertidumbre de tener que sobrevivir para luego volver a vivir de una manera diferente.
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